Juana la Nieve, reina de Vejer
Juana Sánchez Serván, Juana la Nieve (Vejer, 1928) Nací en la misma casa en la que he vivido siempre. Mi padre se cayó una mañana de invierno en el campo y se quedó helado, enfermó y murió. Se quedó en la nieve decía la gente. Por eso me llaman Juana la Nieve. Con diez años ya trabajaba: limpiaba calles y encalaba. Me casé con 18 años. Tuve 14 hijos. Con uno muy pequeño y embarazada, bajaba al río Barbate a lavar ropa por dos duros.
El padre de Juana Sánchez Serván cuidaba los caballos del señorito, dice su hija, y una de sus tareas consistía en acarrear paja, ocuparse de que no les faltase alimento a los animales. Un día acudió al campo a buscar paja, como en otras ocasiones. El hombre partió de Vejer muy temprano. Era invierno y los campos los cubría un manto blanco, una capa de hielo. Parecía que había nevado. Aquella mañana, el padre de Juana tuvo la mala suerte de caerse y se quedó un tiempo por allí tirado, pasando frío. Se quedó helado. El hombre enfermó y murió. Y la gente de Vejer comenzó a referirse a él como Miguel el de la nieve. Miguel se ha quedado en la nieve, decían. Así nació el apodo por el que fueron conocidos a partir de entonces los hijos de ese hombre que murió a causa del frío, del hielo, de la nieve. De ese modo pasó Juana, la más pequeña de ocho hermanos, a ser en su pueblo Juana la Nieve.
Juana, que nació en 1928, es un personaje popular en Vejer. Pregunte usted a cualquiera dónde vive Juana la Nieve y se lo indicarán, termina por decir su hija Magdalena para resumir las indicaciones sobre cómo encontrar la casa.
Efectivamente. En la plaza de la Paz, preguntamos a un hombre y, muy amable, nos acompaña hasta una cancela que da paso a un patio florido, a la casa en la que nació, se crió y sigue viviendo Juana, la hija de Miguel el de la nieve.
El entorno de la casa ha cambiado mucho desde que Juana era una niña que jugaba junto al barranco que se abría entonces allí mismo. Se entretenían los chiquillos con el escondite, con la comba. Jugaban a la china, al diábolo. Y también con dos piedras y una tabla. Construían una especie de puente con la tabla; le tiraban piedras y quien acertaba, quien le daba a la tabla y la tiraba, ganaba. Pero aunque Juana tenía ocho hermanos y ella era la más chica, los juegos venían después del trabajo.
Con diez años, ya manejaba la escoba. "Anda, Juana, bárreme la calle, me decían". La llamaban para limpiar en las casas. Y para encalar, por la mañana muy temprano. De modo que la niñez de Juana es un tiempo de juegos y trabajo, un mundo en el que no había lugar para otras tareas. "No fui a la escuela. No aprendí a leer ni a escribir. No quería. Tenía que trabajar".
Por esa época, cuando ella era una niña, sufrió su padre un accidente que lo marcó para el resto de su vida. Un día, el señorito le dijo: Sánchez, deme usted la escopeta. El padre de Juana se acercó al caballo y agarró la escopeta con tan mala fortuna, que el arma se disparó. El tiro le dio en una pierna. Permaneció unos cuantos meses en el hospital, lo operaron, pero se quedó cojo. "El señorito no le dijo que la escopeta estaba cargada", se lamenta Juana con un punto de resentimiento.
En su casa, acompañada por familiares, Juana hurga en la memoria en busca de otros episodios de su niñez y esa búsqueda la conduce a otros disparos, a imágenes de una violencia que se adueñó de su pueblo cuando ella tenía ocho años de edad. Un día iba Juana a por un mandado y una vecina la llamó: Juana, Juana, que vienen los moros. Vámonos, vámonos, le gritaba. "Me llevó a su casa. Luego, cuando ya pasó todo, me vine para la mía". Había comenzado la Guerra Civil. Juana evoca de esos primeros días escenas que le contaron y otras de las que ella fue testigo directo. "Mi padre se hizo el muerto. Había muchísimos muertos y él se manchó la ropa con sangre y se tumbó en el suelo junto a los cadáveres. Se llevaban en los camiones a los que detenían. Así se salvó. Luego les raparon el pelo a unas cuantas mujeres y las paseaban por Vejer, con un moñito. A una le mataron al marido, a otra igual. Los señoritos tiraban tiros desde los balcones y mataban al pobre que venía del campo. Pero hay Dios, porque todo el que hizo daño se ha muerto".
Cuando tenía 18 años, Juana se quedó embarazada. Su novio era un vecino de su misma edad. Ella le sacaba un mes. Se casaron. Pero en la iglesia entraron y salieron separados. Ella por una puerta, él por otra. "No quería que me viera nadie con la barriga". Eso sí: lo celebraron bien. Juana guisó una caldereta de atún e invitó a todos los hermanos. El marido de Juana trabajaba en el campo. Y ella, en todo lo que podía. Hasta de lavandera.
Iba a lavar ropa a La Barca, al río Barbate. Bajaba y subía por una vereda con la cesta cargada, "con la barriga y con un niño chico". Eran unos dos kilómetros y medio de camino por una cuesta empinada. La tarea se prolongaba desde por la mañana hasta la noche, y todo ese esfuerzo para conseguir dos duros. Juana sentaba al niño a su lado y lavaba ropa en el río.
Los niños llegaron uno tras otro, sin parar. Uno por año. Hasta catorce. "Cuando tenía un niño, en la Iglesia me daban una canastilla". El marido de Juana tuvo que irse a la mili cuando ya tenían dos hijas. Sirvió en Córdoba durante tres años. En Caballería. "Era cocinero. Nos traía tocino. Traía de todo". Cuando regresó de la mili, Juana se quedó embarazada de mellizos.
Pasaron los años y a Juana la contrató una empresa como limpiadora. Una contrata del Ayuntamiento. Se llevó dieciocho años trabajando ahí: limpiaba la plaza de abastos, el edificio del Ayuntamiento, el casino, el cine, la casa de la cultura. Juana ha limpiado todo Vejer. Un día, se resbaló, se cayó y se rompió el coxis. Estuvo ingresada en el hospital y entre una cosa y la otra, pues ya le dieron la jubilación. Pero como era culo de mal asiento, no dejó de trabajar cuando podía. Por ejemplo, en el bar El Ratito. Hasta con ochenta años se escapaba a echar unas horas, a fregar platos, a escondidas de sus hijas. Que no te hace falta, le decían ellas. Pero no la convencían. A ella le gustaba trabajar, y era muy activa. No podía estar quieta.
En ese ajetreo iban incluidas la atención a las vecinas y la asistencia a misas de difuntos y entierros. Juana siempre ha estado pendiente de la gente, acudía presta a visitar y a ayudar a cualquier vecina que se había puesto enferma. O a la que se ponía de parto. O a la que había parido, para echarle una mano. Cuando se moría alguien en el pueblo, allá que iba también Juana. Aunque no supiese quién había fallecido. Ella acudía y ayudaba a amortajar el difunto. No le daba miedo ninguno.
Tampoco ha dejado de lado a la familia. Hace años, una hermana de Juana se quedó viuda. Era ciega. Juana se hizo cargo de ella, la acogió en su casa y la cuidó. Durante doce años.
Ella también se quedó viuda. Su marido murió con 59 años de edad. Era un hombre que estaba enfermo habitualmente. De ahí que Juana tuviese que luchar tanto para sacar a sus hijos adelante. Allí donde podía ganar un duro, allí acudía ella. Incluso en épocas de escasez, ella conseguía comida para todos. "Yo he pasado mucho...".
Los hijos bromean con ella y le dicen que la van a mandar "a Juan y Medio", a ver si le sale marido. Se niega a ir. "Con lo que yo sufrí con el mío..." Una vez fue a una excursión a Galicia y sí que le salió un novio. El pretendiente le explicó que tenía diez hijos, mucho dinero y unas cuantas casas. No era un mal partido precisamente. Pero Juana lo rechazó, le dio calabazas. Le dijo que ella no quería nada: "Te quedas con todo".
Tanto trabajo y tanta actividad pueden transmitir una idea equivocada acerca del talante de Juana. Lo cierto es que ella es conocida en Vejer no sólo por su laboriosidad sino porque era la primera que se disfrazaba en Carnaval. Juana la Nieve se ha vestido "de Los Morancos, de la reina de Inglaterra, de la duquesa de Alba". En otra ocasión, Juana se disfrazó de billete de mil pesetas: confeccionó un traje con fotocopias de billetes.
Siempre dispuesta a participar en las celebraciones, queda para la crónica social de Vejer que una vez vistió sus mejores galas y se fue al Ayuntamiento con intención de acompañar a la Corporación a la boda de la hija de los Reyes en Sevilla. Con su pamela y todo. Al fin y al cabo, como anota un hijo, "en el pueblo ha vivido ella como una reina" y no quería perderse el acontecimiento.
Hace unos cinco años, Juana sufrió un ictus. Pasó muchísima gente por su casa a visitarla. La recuperación fue lenta pero se encuentra bastante mejor de lo que nadie hubiese pronosticado en aquel momento. "Ha muerto desde entonces un montón de gente. Menos yo", dice Juana con sorna. Ahora, sus hijos acuden a verla a diario. A comprobar que, como siempre fue, su madre está alegre. Con una excepción: únicamente cambia la cara cuando alguno de ellos falla un día.
Pero como eso sucede pocas veces, Juana la Nieve mantiene intacto su buen humor y bromea hasta sobre su propio entierro. Ha ido a tantos, que le fastidia tener que perderse el suyo. "El día que me muera yo, me gustaría salirme de la caja. Para ver a la gente que está allí", comenta Juana. Una hija intenta disuadirla. "Nada de eso. Ese día tú te quedas donde estás. Porque si no, se va a ir la gente y nos vamos a quedar solos".
El padre de Juana Sánchez Serván cuidaba los caballos del señorito, dice su hija, y una de sus tareas consistía en acarrear paja, ocuparse de que no les faltase alimento a los animales. Un día acudió al campo a buscar paja, como en otras ocasiones. El hombre partió de Vejer muy temprano. Era invierno y los campos los cubría un manto blanco, una capa de hielo. Parecía que había nevado. Aquella mañana, el padre de Juana tuvo la mala suerte de caerse y se quedó un tiempo por allí tirado, pasando frío. Se quedó helado. El hombre enfermó y murió. Y la gente de Vejer comenzó a referirse a él como Miguel el de la nieve. Miguel se ha quedado en la nieve, decían. Así nació el apodo por el que fueron conocidos a partir de entonces los hijos de ese hombre que murió a causa del frío, del hielo, de la nieve. De ese modo pasó Juana, la más pequeña de ocho hermanos, a ser en su pueblo Juana la Nieve.
Juana, que nació en 1928, es un personaje popular en Vejer. Pregunte usted a cualquiera dónde vive Juana la Nieve y se lo indicarán, termina por decir su hija Magdalena para resumir las indicaciones sobre cómo encontrar la casa.
Efectivamente. En la plaza de la Paz, preguntamos a un hombre y, muy amable, nos acompaña hasta una cancela que da paso a un patio florido, a la casa en la que nació, se crió y sigue viviendo Juana, la hija de Miguel el de la nieve.
El entorno de la casa ha cambiado mucho desde que Juana era una niña que jugaba junto al barranco que se abría entonces allí mismo. Se entretenían los chiquillos con el escondite, con la comba. Jugaban a la china, al diábolo. Y también con dos piedras y una tabla. Construían una especie de puente con la tabla; le tiraban piedras y quien acertaba, quien le daba a la tabla y la tiraba, ganaba. Pero aunque Juana tenía ocho hermanos y ella era la más chica, los juegos venían después del trabajo.
Con diez años, ya manejaba la escoba. "Anda, Juana, bárreme la calle, me decían". La llamaban para limpiar en las casas. Y para encalar, por la mañana muy temprano. De modo que la niñez de Juana es un tiempo de juegos y trabajo, un mundo en el que no había lugar para otras tareas. "No fui a la escuela. No aprendí a leer ni a escribir. No quería. Tenía que trabajar".
Por esa época, cuando ella era una niña, sufrió su padre un accidente que lo marcó para el resto de su vida. Un día, el señorito le dijo: Sánchez, deme usted la escopeta. El padre de Juana se acercó al caballo y agarró la escopeta con tan mala fortuna, que el arma se disparó. El tiro le dio en una pierna. Permaneció unos cuantos meses en el hospital, lo operaron, pero se quedó cojo. "El señorito no le dijo que la escopeta estaba cargada", se lamenta Juana con un punto de resentimiento.
En su casa, acompañada por familiares, Juana hurga en la memoria en busca de otros episodios de su niñez y esa búsqueda la conduce a otros disparos, a imágenes de una violencia que se adueñó de su pueblo cuando ella tenía ocho años de edad. Un día iba Juana a por un mandado y una vecina la llamó: Juana, Juana, que vienen los moros. Vámonos, vámonos, le gritaba. "Me llevó a su casa. Luego, cuando ya pasó todo, me vine para la mía". Había comenzado la Guerra Civil. Juana evoca de esos primeros días escenas que le contaron y otras de las que ella fue testigo directo. "Mi padre se hizo el muerto. Había muchísimos muertos y él se manchó la ropa con sangre y se tumbó en el suelo junto a los cadáveres. Se llevaban en los camiones a los que detenían. Así se salvó. Luego les raparon el pelo a unas cuantas mujeres y las paseaban por Vejer, con un moñito. A una le mataron al marido, a otra igual. Los señoritos tiraban tiros desde los balcones y mataban al pobre que venía del campo. Pero hay Dios, porque todo el que hizo daño se ha muerto".
Cuando tenía 18 años, Juana se quedó embarazada. Su novio era un vecino de su misma edad. Ella le sacaba un mes. Se casaron. Pero en la iglesia entraron y salieron separados. Ella por una puerta, él por otra. "No quería que me viera nadie con la barriga". Eso sí: lo celebraron bien. Juana guisó una caldereta de atún e invitó a todos los hermanos. El marido de Juana trabajaba en el campo. Y ella, en todo lo que podía. Hasta de lavandera.
Iba a lavar ropa a La Barca, al río Barbate. Bajaba y subía por una vereda con la cesta cargada, "con la barriga y con un niño chico". Eran unos dos kilómetros y medio de camino por una cuesta empinada. La tarea se prolongaba desde por la mañana hasta la noche, y todo ese esfuerzo para conseguir dos duros. Juana sentaba al niño a su lado y lavaba ropa en el río.
Los niños llegaron uno tras otro, sin parar. Uno por año. Hasta catorce. "Cuando tenía un niño, en la Iglesia me daban una canastilla". El marido de Juana tuvo que irse a la mili cuando ya tenían dos hijas. Sirvió en Córdoba durante tres años. En Caballería. "Era cocinero. Nos traía tocino. Traía de todo". Cuando regresó de la mili, Juana se quedó embarazada de mellizos.
Pasaron los años y a Juana la contrató una empresa como limpiadora. Una contrata del Ayuntamiento. Se llevó dieciocho años trabajando ahí: limpiaba la plaza de abastos, el edificio del Ayuntamiento, el casino, el cine, la casa de la cultura. Juana ha limpiado todo Vejer. Un día, se resbaló, se cayó y se rompió el coxis. Estuvo ingresada en el hospital y entre una cosa y la otra, pues ya le dieron la jubilación. Pero como era culo de mal asiento, no dejó de trabajar cuando podía. Por ejemplo, en el bar El Ratito. Hasta con ochenta años se escapaba a echar unas horas, a fregar platos, a escondidas de sus hijas. Que no te hace falta, le decían ellas. Pero no la convencían. A ella le gustaba trabajar, y era muy activa. No podía estar quieta.
En ese ajetreo iban incluidas la atención a las vecinas y la asistencia a misas de difuntos y entierros. Juana siempre ha estado pendiente de la gente, acudía presta a visitar y a ayudar a cualquier vecina que se había puesto enferma. O a la que se ponía de parto. O a la que había parido, para echarle una mano. Cuando se moría alguien en el pueblo, allá que iba también Juana. Aunque no supiese quién había fallecido. Ella acudía y ayudaba a amortajar el difunto. No le daba miedo ninguno.
Tampoco ha dejado de lado a la familia. Hace años, una hermana de Juana se quedó viuda. Era ciega. Juana se hizo cargo de ella, la acogió en su casa y la cuidó. Durante doce años.
Ella también se quedó viuda. Su marido murió con 59 años de edad. Era un hombre que estaba enfermo habitualmente. De ahí que Juana tuviese que luchar tanto para sacar a sus hijos adelante. Allí donde podía ganar un duro, allí acudía ella. Incluso en épocas de escasez, ella conseguía comida para todos. "Yo he pasado mucho...".
Los hijos bromean con ella y le dicen que la van a mandar "a Juan y Medio", a ver si le sale marido. Se niega a ir. "Con lo que yo sufrí con el mío..." Una vez fue a una excursión a Galicia y sí que le salió un novio. El pretendiente le explicó que tenía diez hijos, mucho dinero y unas cuantas casas. No era un mal partido precisamente. Pero Juana lo rechazó, le dio calabazas. Le dijo que ella no quería nada: "Te quedas con todo".
Tanto trabajo y tanta actividad pueden transmitir una idea equivocada acerca del talante de Juana. Lo cierto es que ella es conocida en Vejer no sólo por su laboriosidad sino porque era la primera que se disfrazaba en Carnaval. Juana la Nieve se ha vestido "de Los Morancos, de la reina de Inglaterra, de la duquesa de Alba". En otra ocasión, Juana se disfrazó de billete de mil pesetas: confeccionó un traje con fotocopias de billetes.
Siempre dispuesta a participar en las celebraciones, queda para la crónica social de Vejer que una vez vistió sus mejores galas y se fue al Ayuntamiento con intención de acompañar a la Corporación a la boda de la hija de los Reyes en Sevilla. Con su pamela y todo. Al fin y al cabo, como anota un hijo, "en el pueblo ha vivido ella como una reina" y no quería perderse el acontecimiento.
Hace unos cinco años, Juana sufrió un ictus. Pasó muchísima gente por su casa a visitarla. La recuperación fue lenta pero se encuentra bastante mejor de lo que nadie hubiese pronosticado en aquel momento. "Ha muerto desde entonces un montón de gente. Menos yo", dice Juana con sorna. Ahora, sus hijos acuden a verla a diario. A comprobar que, como siempre fue, su madre está alegre. Con una excepción: únicamente cambia la cara cuando alguno de ellos falla un día.
Pero como eso sucede pocas veces, Juana la Nieve mantiene intacto su buen humor y bromea hasta sobre su propio entierro. Ha ido a tantos, que le fastidia tener que perderse el suyo. "El día que me muera yo, me gustaría salirme de la caja. Para ver a la gente que está allí", comenta Juana. Una hija intenta disuadirla. "Nada de eso. Ese día tú te quedas donde estás. Porque si no, se va a ir la gente y nos vamos a quedar solos".
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